El fabricante
del auto
El que dirige la
fabricación de un auto, el
ingeniero jefe, sabe cómo
hizo el auto, qué puede hacer
ese auto, qué cosas no puede
hacer, con qué tipo de
gasolina se le debe alimentar,
qué número y tipo de aceite debe usarse en él, qué presión de aire
deben llevar las gomas o llantas,
etc..
Como persona consciente de
su deber ese ingeniero jefe redacta un folleto en donde le explica al que
compra el auto todos estos pormenores. El que sigue todas las recomendaciones, va a tener un carro bueno durante
muchos años; el que las
desprecia, tarde o temprano va a
pagar por su desobediencia.
No obstante, hay quien cumple unas recomendaciones
y otras no. Si cuidamos con esmero el motor del carro, pero no las vestiduras ni la carrocería, el auto funcionará
perfectamente, pero lucirá
deteriorado. Si cuidamos los asientos y la carrocería, pero descuidamos el motor y las
partes mecánicas, el auto
lucirá como nuevo, pero no
servirá para nada; no
funcionará bien. Igualmente, si
nosotros cumplimos unas leyes de Dios y no otras, nos irá bien en
ciertas cosas, pero no en otras.
Las leyes de Dios sirven
para encaminarnos en la vida y ahorrarnos amarguras y sinsabores.
Hace muchos años un amigo mío, buen mecánico,
me vio echándole a mi auto aceite barato, y me aconsejó que le echara el más caro que yo
pudiera costear. Como que yo sé de física, sabía que la propiedad primordial del aceite era su
viscosidad, y aquel aceite barato la
tenía, por lo cual no le hice
caso al consejo de mi amigo. Sale mejor el que no sabe nada y atiende el
consejo de los que saben, que el que
sabe algo y se cree que lo sabe todo. Eso fue lo que me sucedió a
mí.
Al cabo de tres o cuatro
años, el motor de mi carro se
fundió, y como es natural fui
a ver a mi amigo el cual me consiguió otro motor, y entre los dos lo cambiamos,
pero yo ni me acordaba de aquel consejo. Por mera curiosidad mi amigo
abrió el motor fundido para ver por qué se había fundido, y al ver la rejilla del tubo
aspirante del aceite casi totalmente obstruida por carbón, me dijo que debía usar los
aceites caros, porque estos tienen
un disolvente del carbón que evita su acumulación. Él no
se acordaba que ese consejo me lo había dado cuatro años antes, aunque en aquella ocasión no
me había dicho que la razón por la cual debía usar el
aceite caro era porque este tenía
disolventes del carbón.
Cuando él me dio el
primer consejo, yo, que creí saber lo suficiente, no quise hacerle caso al que
sabía más que yo, y
por eso, pagué las
consecuencias.
Igualmente Dios nos da mandamientos, y a veces no nos explica por
qué debemos cumplirlos. Nosotros,
que creemos saber lo suficiente,
dejamos de cumplir esos “pequeños” preceptos y mandamientos “sin importancia”, pensando que eso era para “la gente de antes”, o pensando que los
mandamientos están obsoletos. Luego,
cuando se nos rompe el “motor”, en vez de admitir que esto nos
vino por no cumplir algún mandamiento, solo se nos ocurre la necedad de decir: “son pruebas
hermano”, en vez de rectificar
nuestro comportamiento y cumplir las leyes de Dios. Por eso luego seguimos
sufriendo a todo lo largo de nuestras vidas lo que queremos llamar “pruebas”. La Ley de Dios
sirve para ahorrarnos todas esas amarguras.